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El SÉPTIMO DE CABALLERÍA
20 août 2015

MENÚ DEL DÍA Y DE NOCHE

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Esta noche visité la noche. Marlene prefirió quedarse en casa, fumando y escuchando en el pick up el single de Just squeeze me que acacaba de publicar Miles Davis con su nuevo quinteto. No habrían dado las once de la noche cuando salí a estirar, con intención, las piernas. Hace una semana cumplí cincuenta años y los dolores descubrieron que se encontraban cómodos en mi cuerpo. Ahora tengo que compartirlo con ellos. Suelen darse cita en la parte baja de la espalda y en las piernas, ahora tan pesadas e incómodas que fantaseo con amputármelas. En la noche de ayer, el sol diurno había dejado latente su aliento, por lo que todavía nos quedaban veinte grados calentando la noche de Lugo. Ha desaparecido un verano desde la anterior caminata sin rumbo ni minutero, entre farolas, por lo que toda novedad ínfima se elevó a fascinación. Nada más salir del portal, delante del jardín de mi edificio, me crucé con un camión de Urbaser que llevaba adheridos unos basureros con casco de ciclista. Tras doscientos metros sintiendo punzadas en los muslos encontré a unha muchacha muy joven, de falda escasa y de lengua larga como sus pendientes. Su acento vasco, y áspero, gritaba por teléfono a una madre que debía de reprocharle institivamente su propia megalomanía procreadora. "¡Acabo de llegar a una casa y he salido para llamarte, mamá!", se excusaba la hija, como si tuviese memoria de las cabinas telefónicas. Iba cogida de la mano de un chico con camiseta de asas de los Chicago Bulls, tatuajes polinesios y pendientes de bisutería. Cuando los había dejado atrás lo escuché  gritando "¡me cago en tu perro!". Volví la cabeza para reparar en que se estaban dando golpes y con que la hija áspera rogaba "¡Cari, no! ¡Cari, no!", en una muestra de que las palabras de cariño son ridículas independientemente de la procedencia. Continué mi paseo en dirección a A Coruña, aunque nunca llegué a salir de Lugo, para encontarme en una esquina a una mujer de unos cuarenta años fumando y esperando con dos bolsas grandes; una, llena de lechugas manchadas aún de tierra. No mucho más allá, sentaba en un banco del Parque de Frigsa, una rubia de pelo rizado lloraba mirando con aire de reproche un móvil apagado; su boca era ancha y el llanto le deformaba la cara hasta hacerla parecer circense, más fea de lo que debía de ser. Estuve tentado a preguntarle si necesitaba ayuda, pero temí mostrarme amable como Cary Grant y que ella me tomase por un agente gubernamental llamado George Kaplan y me secuestrase. No anduve ni veinte metros cuando me fijé en la gorra dorada un chaval que ocupaba el asiento sin volante de un Suzuki tan blanco como pequeño. Su amigo, que no destacaba por nada, tenía unha carpeta rígida sobre las piernas y cortaba un polvo harinoso con una tarjeta siniestra. Aquello me asustó y me di cuenta de que estaba llegando a la altura de un locutorio en el que mulatos y negros musculados hacen corros callejeros para fumar, beber y escuchar a Daddy Yankee en Spotyfy mientras juguetean entre ellos a ser un Mike Tysson de pegada suave y bromista, de sesión de fotos. Regresé hacia casa. Tuve que bajarme de la acera porque cuatro chinos uniformados con ropa discreta de cocina salían con unos carros rodantes llenos de bolsas de basura inchadas. Me encantó la promoción que habían apuntado en la pizarra callejera de su restaurante: Menú del Día y de Noche. Volví a la acera y al paseo. En la entrada de San Fernando a la muralla romana había dos hombres hablando en cirílico que se sacaban fotos sobre el césped, entre las sombras de los focos y sobre el fondo de piedras pardas; la iluminación defecuosa no les interesaba, solamente su amor. La noche no había terminado, aunque se asomaba al día siguiente. En el escaparate de la Librería Aguirre estaba uno de eses libros escritos por Dios, aunque todo el mundo está convencido de que unicamente escribió La Biblia. Lo reconocí por el retrato de portada, donde se le veía con su barba blanca y con ese peinado canoso moldeado con secador por el que le dio tras encontrar atractivo a Charlton Heston cuando abre los brazos para desecar el Nilo en la película de Moisés. Al acercarme para ver el título, me di cuenta de que era El capital y de que lo había escrito Karl Marx. Para cuando entré en casa, Marlene ya se había acostado. El chófer de los Estudios Babelsberg viene a buscarla temprano y procura dormir generosamente para que no se le olvide el guión. Mi ángel azul está convencida de que va a ser una gran película.

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