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El SÉPTIMO DE CABALLERÍA
3 décembre 2015

OCHO MILLONES DE PIPAS EN LA TATE MODERN

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Este sábado consagré la tarde a manejar un nivel de rayo láser de los que se usan en la construcción. Pretendía colocar equilibradamamente un cuadro de Mark Rothko en el recibidor de mi casa. El láser es un arma eficaz para las firmas de subastas desde que el físico Giovanni Morelli inventó el método que lleva su nombre para detectar arte falso, el Análisis Morelli. Permite, por ejemplo, reparar en colores que no son contemporáneas al cuadro original. En la entrada de mi vivienda colgué el espiritual Rothko, pero en la sala opté por la frescura de Keith Haring. Mi obra de Rothko estuvo expuesta en la Tate Modern de Londres y las dos piezas que tengo de Haring proceden del Guggenheim de Bilbao, e incluso llevan una firma pomposa del autor. Solamente les falta hablar, como se dice de los perros cuando se destaca lo bien que imitan a los humanos; algo que todo cánido debería evitar por dignidad. Les exigimos una sumisión acrítica y ellos nos la conceden como tontos. A nada que ustedes repararan en esos cuadros míos descubrirían que son sorprendemente lisos. No les miento sobre su origen: me costaron unos buenos euros en las tiendas de la Tate y del Guggenheim.

La gente cree que las gotas de la lluvia, los políticos y los chinos son imposibles de distinguir, pero esa sensación viene provocada porque no se aprecia la valía de una imitación de calidad, auténticamente falsa. Un familiar mío pretendió ser pintor, pasó catorce meses en Monmartre en los años 40 y volvió con el mismo nulo talento con el que había marchado. A cambio, trajo conocimientos sobre la manera de envejecer un lienzo o de disolver las tintas. Aprendió en las clases magistrales del más prestigioso falsificador de pintura asentado en el barrio parisino, Han van Meegeren. Copiar una obra de arte puede ser una obra de arte. Van Meegeren ponía disciplina en el estudio y minuciosidad en la reproducción de las piezas que imitaba.
André Malraux carecía de aprecio alguno por los copistas y por la atención que precisan para no olvidar ningún detalle del original cuando falsifican un lienzo. Después de que De Gaulle lo nombrara ministro de Cultura, el escritor mandó limpiar todas las fachadas de París y rastreó personalmente imitaciones dadas por auténticas en los museos y galerías de la ciudad. Actuó con saña contra las falsificaciones de Utrillo y Corot, aunque ignoro el motivo concreto. Requisou unos trescientos cuadros y decretó que se les prendiera fuego en la plaza de Ravignan. En vista del panorama, mi pariente escogió un lugar seguro en el que refugiarse. Alquiló un estudio en Lugo, lejos de aquel París en el que el inquisidor Malraux olvidaba que él mismo había sido detenido antes de ejercer la política. Había pasado por la cárcel de la Indochina francesa en 1923 por robar esculturas y baixorreleves del siglo X con la perversa ambición de revendelas en Europa. Pero mi familiar disfrutó de una vida larga en el Hotel Méndez Núñez. Pagaba la suite recreando el arte gallego de los años 20, 30 y 40 que vendía como auténtica a la burguesía recién estrenada e ignorante. Era tan soberbio que se justificaba contándome que Miguel Ángel había vendido unas esculturas griegas al papa Julio II, «que serían falsas; pero, que carajo, eran del mesmísimo Miguel Ángel!».
Acabé la tarde de ayer canso de manejar el nivel láser y me senté para mirar Netflix en el televisor. Me apareció el documental Never sorry, de Alyson Klayman, sobre la lucha del artista Ai Weiwei contra la censura del gobierno chino. Esperaba poder conocer el montaje de Semillas de pipa, que instaló en 2010 en una nave vacía y amplísima de la Tate Modern, donde yo compraría la lámina de Rothko un año más tarde. La obra estaba formada por ocho millones de pipas de porcelana pintadas a mano que pesaban diez toneladas. Pude saber todo sobre ella. Hasta el punto de reconocer el crujido de los visitantes al pisar las pipas porque me convencí falsamente de que lo había oído. Ai Weiwei explica en el vídeo que no toca sus obras, que solamente las diseña y supervisa el trabajo de sus docenas de ayudantes. La autoría no tiene gran importancia para el artista chino. Sabe que cualquiera puede hacer unas pipas de porcelana y pintarlas: volvemos al mito contemporáneo de que el arte moderno consigue crearlo un niño de teta, aunque ningún niño de teta logra que le paguen millones por sus obras. Al fin y a la postre, Semillas de pipa, habla de la uniformación de la sociedad, de que todos los humanos somos iguales en todo el planeta, de que tenemos la tendencia a parecernos en la ropa y en las costumbres; de que somos tan tontamente sumisos como los perros.

Después de cenar, me fui a la cama con el libro Nat Tate. 1928-1960. Él enigma de un artista norteamericano (Malpaso), de William Boyd. El escritor cuenta la historia fascinante de Nathwell Tate, un pintor abstracto y alcohólico, que se tiró al río Hudson con 32 años tras quemar su obra con la furia con la que Malraux había incendiado los utrillo y los corot que había decidido por su criterio y riesgo que no eran auténticos. Me incliné por suponer sin base que la Tate Modern llevaba ese nombre en la honra del artista norteamericano.
Hay un momento de Never sorry en el que el director pide permiso a Ai Weiwei para entrevistar a su madre. El artista echa el cuerpo para atrás con sorpresa y, a continuación, empieza a mover la cabeza para negarse. Sin que el realizador se lo pida, propone una solución: «Entreviste usted a una madre china cualquiera, hablen sobre su hijo y ponga mi nombre en su lugar. Le haré un contrato». Ai Weiwei opina que no importa el artista, sino la obra que crea. Bien mirado, él no participa manualmente en la gestación de sus instalaciones y puede ser un farsante que imita a alguien original, tan falso como mis rothko y mis haring. O como Nat Tate.

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