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El SÉPTIMO DE CABALLERÍA
19 décembre 2015

lA PERVIVENCIA DE MAYO DEL 68 EN OURENSE

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Ignoramos lo que se habló en la noche del escándalo en la casa de los dos políticos ourensanos, el expresidente José Luis Baltar y el presidente Manuel Baltar. Antes de dormir aquel día, yo recreé la escena. El padre habría abroncado al hijo en la certeza -adquirida leyendo la Freud- de que «el deseo se convierte en necesidad». El progenitor reprocharía al heredero que no contuviese su deseo en un primero momento. La consecuencia fue que acabó sintiéndolo como necesidad. «Que carencias tienes que provoquen tu deseo, tu afecto activo, Manuel?», se preguntaría el expresidente citando a Spinoza.

Manuel, que se siente mucho más cercano a las concepciones filosóficas emanadas de Mayo del 68, habría pasado la mano por los labios para darse un tiempo antes de contestar. Respondería que «es la necesidad a que se convierte en deseo». La frase es prestada, la escribió Gilles Deleuze en El antiEdipo.
Como todos los conservadores, ambos deben andar pesarosos esta semana por la muerte de André Gluksmann. El pensador francés hizo una de las aventuras ideológicas más radicales. Partía de un extremo. Su padre -agente de la Komintern y cofundador del Partido Comunista Palestino- emigró a París cuando le quisieron condecorarlo con una estrella amarilla en la solapa-. Tiempo más tarde, con cuatro años, André salvó su vida cuando la madre lo hizo saltar del vagón en el que los habían cargado en un viaje con destino a una cámara de gas, como cuenta en Una rabieta infantil (Taurus).
En la universidad, Gluksmann ayudó a escribir el guión de Mayo 68, una inmensa perfomance con la que los hijos de la burguesía reclamaban la satisfacción de un deseo que no venía generado por carencia alguna. Militó en el maoísmo de Izquierda Proletaria hasta que leyó Archipiélago Gulag. En ese libro, Aleksandr Solzhenitsin recuerda su experiencia en el estalinismo desde la confesión de todos los delictos que le atribuían los torturadores hasta el internamiento de ocho años en un monasterio ortodoxo remozado como establecimiento de reeducación.
Esa lectura empujó a Gluksmann a renunciar al marxismo. Se explicó en La cocinera y el devorador de hombres (Mandrágora). Dedicó el pensamiento que fue generando desde ese momento a hacerse perdonar su simpatía de juventud. Comenzó por el gaullismo para acabar en el punto contrario del vuelo del péndulo: asistiendo a mítines de un Sarkozy que prometía «acabar con el espíritu de Mayo del 68» -despreciando la contribución del propio Gluksmann- e incluso aceptando un convite a participar en un ciclo de la FAES, el club de suministradores de los contenidos discursivos de Aznar. El expresidente español usó textos del filósofo galo para agigantar la amenaza para el mundo que suponía Sadam Hussein, un dictador no menos repugnante que otros próximos.
André Gluksmann murió a los 78 años, con una edad inusual de sus compañeros de los Nuevos Filósofos agrupados en la Escuela de París. Su maestro, Michel Foucault, tuvo la desgracia de la contraer la sida. Louis Althusser murió de uno ataque al corazón, una década después de haber estrangulado a su mujer. Altuhsser confesó insistentemente el homicidio, pero antes de que las autoridades lo creyeran, estuvo internado unos días en un pisquiátrico como inocente. Los crímenes que cometen las grandes figuras son siempre pequeños.
Guy Debord, afectado por una poliomelitis alcohólica incurable, se metió una bala.  se sintió un sábado sin fuerzas para sobrelevar su insuficiencia respiratoria y dio salida la esa angustia lanzándose por la ventana desde un tercer piso. Pero Gluksmann resistió. El nazismo le había vaciado la capacidad para sentir espanto.
Con todo, nunca dejó de indignarse. El resentimiento hacia Gilles Deleuze aún le quemaba en 2009, cuando publicó Los dos los caminos de la filosofía: Sócrates y Heidegger (Tusquets). En ese libro afirma que «Deleuze, autoridad posmoderna donde las haya, nos reprochó, a los que pretendíamos revisar nuestras ideas preconcebidas a la luz de la experiencia despiada de Aleksandr Solzhenitsin, que vivíamos de cádáveres». Deleuze le había echado en cara que «determinar la política de Stalin, e incluso la política marxista en general, a partir del gulag, solamente conduce al vulgarismo moral».
Gluksmann se dio de baja como pensador al servicio de la derecha francesa cuando Chirac impuso la Grande Cruz de la Legión de Honra a Putin. Criticó el «espejismo ruso» que deslumbra a Francia desde los tiempos de Catalina II y Pedro El Grande. Ellos fascinaron a los pensadores franceses del tiempo: «Voltaire sabía que Pedro El Grande había torturado a su hijo, pero negó saberlo». Tampoco libró a Diderot del reproche. «Él estaba a sueldo de Catalina II; pero, aun así, dejó escrito en secreto que la Rusia de Catalina II no llegaría a madurar, que se empodrecería antes».
Jacques Chirac tiró del manual de instrucciones para contestar a Gluksmann. «Es un asunto privado», dijo. El argumento de la privacidad es como una navaja suiza, los políticos siempre la llevan en el bolsillo por si acaso. Una condecoración oficial o un empleo público parecen asuntos extravagamente privados. Los cargos públicos tienden a extender el amparo de su intimidad a toda cuanta incomodidad se les ponen delante. Atenas emitió en el año 430 una ley de amnistía y concordia por la que los ciudadanos no podían hacer referencia a la guerra civil que los había enfrentado. Por se no fuera suficiente con el argumeno de la privacidad, reforzamos la exculpación con el oxímoron del «cacique bueno», que suena a Mephisto: «Soy una parte de la fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien".

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