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A Nicolás Maduro no le gusta la democracia. Bueno, tampoco es preocupante. Roger Stone dejó de creer en ese sistema hace tiempo y a mí, si se me permite, no me entusiasma. A Nicolás Maduro no le gusta un carallo la democracia porque ese modelo cuestiona su estancia de hotel con pulsera en el poder. Si algún día cede a su magnofilia y convoca otras elecciones libres puede volver a perderlas. Y la finalidad de las urnas no debe ser que se vaya, evidentemente; sino confirmarlo en el puesto. Maduro no se envuelve en la bandera de Venezuela, sino que encargó un patrón para que se la cosiesen como un chándal. El sastre hizo tan artesanalmente su tarea que la ropa amarilla, azul y roja se confunden con su piel -nuestra parte más íntima, decía Valéry- de modo que Maduro es Venezuela y Venezuela es Maduro. Es una fusión sin tangencias. Dada esa identificación, el presidente que se viste en Decathlon decidió fundir también los poderes para crear uno y trino a sus órdenes. Los escritores que fantasearon con la democracia española en 1978 hicieron esa misma de grosería de reunir todos los poderes en el Congreso de los Diputados, de modo que el poder legislativo designa tanto el poder ejecutivo como el poder judicial. Una risa. Roger Stone, el estratega que convirtió a Donald Trump en presidente, lleva treinta años analizando y usando la estructura del poder en Washington. Stone participó del sistema democrático desde su interior y se benefició indicando la senda de la Gloria a Richard Nixon y a George Bush, vivió integrado en el ejercicio del poder a través del Partido Republicano hasta que la formación prescindió de su habilidad. Al encontrarse fuera de la esfera que se había convertido en su medio natural, sintió una ira desmesurada. Esa rabia le permitió identificarse, curiosamente, con los colectivos de asalariados blancos que comprobaban como el progreso y la mundialización iban restándoles ingresos e, incluso, empleos. Stone, en línea con Sloterdijk, comprendió que el odio es una fuerza mucho más violenta y transformadora que el amor, y reconoció la capacidad de improvisación de Trump como los raíles para conducirlo al poder. Tuvo la habilidad de manipular a la clase obrera -espero que ningún zizekista esté leyendo esto- para cambiar la Historia del planeta, pero ese éxito no le hizo abandonar su convicción de que la democracia es la forma más estética de hacerse con el gobierno de un país. Meses más tarde, el proletariado ario norteamericano continúa comiento ira en su plato de miseria, pero la élite de los elefantes ha sido desplazada por la elite de los constructores de edificios, muros fronterizos  y desastres ecológicos. Me sorprende que no se hayan dado cuenta y anden paseándose con antorchas por los campus universitarios -los viveros del saber y el progreso-. Por lo menos, los nazis de verdad eran erigidos en estrellas de Hollywood por Leni Riefenstahl.

Hay un cuento del escritor israelí Etgar Keret, El conductor de autobús que quería ser Dios, sobre un hombre que se pretendía divino y, en su defecto, chófer de bus. Como el puesto del Creador indarwinista está ocupado para toda la eternidad, el hombre se conforma con ser chófer. Mi sorpresa con Keret es que no haga que su personaje aspire a un segundo puesto en el listado del poder, el puesto de presidente de un gobierno. Al fin y al cabo, ser Dios o presidente requiere formación, pero para llevar un autobús por las calles de Caracas se necesita aprobar un examen.