EXTINCIÓN
A veces me imagino mi aspecto en 2046. La cifra es aleatoria. El aspecto, decepcionante. Hay un señor con el que me cruzo muchas veces por el barrio. Representa más de sesenta años. Su cuerpo es esbelto y fuerte, pero la cara no le casa bien. Parece que hubiese sufrido un ataque de pitbulls feroces, se hubiese sometido a un implante y que, por error, le hubiesen colocado una cara destinada a otro paciente. Su cara está hinchada, se le derraman las mejillas como plastilina para hacer un sambernardo. Disimula todo ese declive con uno moreno de reflejos verdosos muy alejado de ser natural. Cuando menos, es tan poco natural como su melena de bronce amarillecido. Va fumando un puro largo como media jabalina y que deja una estela quemada. A veces, me lo encuentro en una terraza del centro, leyendo La Razón y tomando un café con hielo. Cada vez que nos coincide pienso en que también quiero vivir la vejez con esas certezas: con un habano en una mano y un periódico conservador en la otra. Son las armas que uno le puede oponer a la certeza de la extinción.