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El SÉPTIMO DE CABALLERÍA
26 octobre 2015

PELAR LA GAMBA

Resulta angustioso leer la manera en el que Galicia se deshizo del escritor Eduardo Blanco Amor. Fue en 1979, el año en que España se quitó la boina; no como gesto admirativo hacia la democracia, sino modernizador. Estaba leyendo lo de Blanco Amor ahora mismo a María Xosé Queizán. Un periodista, César Lorenzo Gil, invitaba en la revista electrónica Biosbardia a autora gallega a recrear las últimas vivencias con Blanco Amor. Queizán matiza con crudeza: «Bien, en realidad, compartí momentos con su cadáver». La narradora recuerda que Blanco Amor vivía en Vigo, el puerto capital de Galicia, y murió en un taxi. «Un escritor tan viajero ha de tener un taxi por ataúd», consideró Francisco Umbral en el luto de periódico, amanecer y cruasán del día siguiente. El taxista, perplejo y asustado, condujo el cadáver a un hospital y lo dejó como si fuese un paquete con unas gallinas desangradas que un paciente adulador le enviaba al cirujano que le había tocado en suerte. Cuando llega María Xosé Queizán al hospital "su cuerpo reposa en una estancia fría, vacía, llena de humedades". "Blanco Amor estuvo allí solo, acompañado de un grupo de amigos que lo acompañamos siguiendo por la carretera la ambulancia que lo llevó a Ourense", añadió.

El relato de espanto y soedade se agrava en la memoria de la escritora. "En Ourense, su ciudad natal, Blanco Amor estuvo abandonado en un pasillo del hospital. Intentamos que el Ayuntamiento lo homenajeara de alguna manera, pero, como era fin de semana, no se podía habilitar el edificio y el cadáver quedó allí, a la espera». La frase que hunde es «como era fin de semana». Era fin de semana en Ourense, pero en el calendario de los alcaldes no figuran los fines de semana. Siempre hay una entrega de premios de un concurso escolar, una exhibición y un partido de fútbol que obligan a los regidores a forzar las leyes de la física para asistir a todos. No voy a pensar mal, no voy a pensar que Blanco Amor no condicionaba el sentido de uno solo voto; me voy a hacer a la idea de que José Luis López Iglesias desconocía la quien pertenecía el cadáver que había sido entregado al frío y a la humedad.

Bastante tenía el regidor con aprender las siglas del partido en el que estaba. Era exconcejal franquista, exmilitante socialista, fue alcalde con la UCD y posteriormente se adscribió la Coalición Galega, CDS, Independientes por Galicia y PSOE, ya que estaba de regreso. Esa preocupación le quitaban horas para leer al Blanco Amor de A esmorga (La parranda, en español) y habilitar una sala digna para despedir su autor. Bien, ahora disponemos de la película, que quita menos tiempo. El representante comercial de la cinta, que también es el director y el productor y el (casi) todo, Ignacio Vilar, vuelve con trofeo de cada festival donde la presenta.
Aún en ese supuesto de que ignorase quien era Blanco Amor, López Iglesias mostró instinto para la púrpura. Sabía que el político es como un piso, que no vale en función del contenido, sino por el sitio en el que se encuentra. Perdonen el simil inmobiliario. Y fue cambiando según subía o bajaba la marea de las circunstancias.

Hace un mes empecé a nadar de una manera tenaz. Cada mañana bajo desde la parte alta de Lugo, que es una ciudad otoñal del norte de Galicia, hasta el río. Entro en el Club Fluvial, me pongo un bañador de listones coloridos y nado. Nadar es una experiencia rutinaria, pero cuando la practico me siento como si flotara en una gelatina volátil. Aunque llevo unas gafas de plástico, el aliento y mi miopía me condenan a una ceguera eventual. Al nadar entre brumas soy capaz de imaginarme que mi esencia reside en una nube minúscula como esa que llaman alma. Una vez concretada esa bola informe y vaporosa en mi fantasía, soy capaz de elevarme en ella unos metros e incluso de dotar a mi alma de visión. En ese momento de éxtasis teresiano, puedo verme abajo, soplando con exasperación mientras nado a braza, con mi cabeza -ahora ciega y vacía- sumergiéndose y saliendo del agua. Desde arriba contemplo una lámina azul que brilla. Me recuerda el plasma de los televisores. Entonces comprendo el motivo para cerrar los ojos cuando estoy en la piscina: temo descubrir en el fondo la gran cara barbada del presidente del gobierno español ofreciéndome uno de esos discursos en los que confunde sensatez con cobardía.

Al regresar al vestuario me arrepiento de escapar. Podría aprovechar para exponerle mis ideas sobre su trabajo. No hay nada que nos excite más a los que tenemos relación con la cultura que ser escuchados por una persona con responsabilidad pública. Antes, cuando no me exasperaba con frecuencia, asistía a cenas en las que los intelectuales notaban una ósmosis de poder por sentarse junto a políticos. Y estos se sentían sabios porque comían gambas a la parrilla con intelectuales. Al fin y a la postre, ambos colectivos comparten la aspiración de trascender su momento histórico.

La diferencia entre unos y otros es que un intelectual pretende que se comprenda su discurso porque nunca tendrá que aplicarlo y un político recurre a circunloquios, obviedades y tópicos cuando habla porque confía en no tener que aplicar nunca sus promesas. Los políticos con cargo saben de la complejidad de la realidad, por lo que se acogen a una lenguaje propio del freejazz: el importante no es la melodía, sino los matices. La falta de un estribillo semántico al que agarrarse hace que el conjunto suene bien y no comprometa el desarrollo del tema.

La disertación política es emocionante por lo mismo que el arte abstracto fascina al crítico y poeta John Ashbery. «El riesgo hace que la pintura experimental sea hermosa, igual que las religiones son maravillosas por la fuerte posibilidad de que estén fundadas en la nada», escribió en The invisible avant-garde. Nos quedan un par de meses de cuarenta días en el desierto por delante para concordar con Wittgenstein en que «el significado de una palabra es su uso en el lenguaje», es decir, tendremos que atender a las explicaciones de los candidatos al Congreso de los Diputados -donde se reúnen los asentidores y disentidores del gobierno español- sobre lo que quisieron expresar realmente en sus mítins.
Los intelectuales que se sientan junto a ellos para pelar la gamba pueden esperar a que les acabe pasando lo mismo que cuenta María Xosé Queizán en la novela A muñeca de Blanco Amor: «hubo quien llevó el ataúd del escritor a los hombros que nunca le habría dado el brazo se lo encontrara vivo por las calles de la ciudad».

Photo: Andy Warhol, Henry Geldzahler, David Hockney and Jeff Goodman. 1963

 

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